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Columna por Pedro Güell y Tomás Undurraga pubicada originalmente en Tercera Dosis
Tenemos la tendencia a “correr un tupido velo” sobre nuestros conflictos, decía José Donoso. Y como no los vemos, parece que éstos no existieran y que es fácil generar consenso y armonía. Entonces, si la Convención no construye esa casa armónica y ordenada, es culpa de ella, no de nosotros. Esta columna nos pone en frente un gran vaso de honestidad que sería bueno tomar: “las ideas de bien común son plurales, y no siempre compatibles entre ellas”, escriben los autores. Lo que ha hecho la Constituyente es discutir sin velo y lo que ha aparecido es la pluralidad que somos. La pregunta que queda es cómo generamos orden sin ocultar los conflictos, ni negar las identidades. Cómo los procesamos para que no haya violencia y tengamos formas de cooperación productivas. La columna sugiere algunas respuestas a esto.

El conflicto en Chile desde antiguo ha sido una mala palabra y una práctica a evitar, asociada a una colección de males. Se dice que atenta contra el consenso y la unidad que tanto nos ha costado construir, y que hay que cuidar porque son frágiles. Cuando se acepta que hay diferencias de intereses, se sugiere evitar que esas diferencias se transformen en conflicto, porque entorpece las negociaciones, nubla la razón e impide ponerse de acuerdo. Así, la manifestación del conflicto es considerada una falla institucional o cultural, una derrota de la razón o efecto de malas intenciones. Nada bueno puede salir de ahí.

Nuestro miedo a los conflictos tiene muchas causas. Tal vez la más antigua es la obsesión con la fragilidad del orden que arrastramos desde la colonia, debida tanto a las dificultades para organizar la convivencia, como a la mala conciencia respecto de la violencia en la que se fundó. Profundizando en esa obsesión, la dictadura de Pinochet trató de inculcarnos que las diferencias llevan al caos y este sólo se apaga con violencia. Mas recientemente el pensamiento tecnocrático ha reproducido a su modo este mismo temor. El supone que todo problema público tiene una solución óptima que puede ser conocida racionalmente o demostrada mediante evidencia científica. Así, los conflictos serían efecto de la irracionalidad o del rechazo de la evidencia experta. En estos casos, la ausencia de conflictos sería la prueba del predominio del bien común y del imperio de la razón, entendido éste como el crecimiento económico, el desarrollo familiar, la paz social. Por el contrario, quienes afirman sus intereses particulares, sus ideas alternativas sobre el orden social o quienes demandan reconocimiento a sus identidades específicas serían los promotores del conflicto y los causantes del caos.


“La superación de las relaciones injustas del pasado como la producción de unas más justas e integradoras suponen una nueva manera de entender el orden, el conflicto y su procesamiento”


En los últimos meses hemos visto expresarse con fuerza posiciones políticas divergentes, negociaciones múltiples, mayorías pasajeras y acuerdos débiles. Y hemos visto expresarse con fuerza también el miedo y el rechazo a toda forma de conflicto en las discusiones sobre el proceso constituyente. Algunos pensaban que el acuerdo del 15/11/2019 – y el cambio constitucional al que dio inicio – permitiría encausar el conflicto del estallido social gracias a la revitalización de un sentido común, de una racionalidad compartida que estaba ahí disponible y conocida. Y esperaban que el trabajo de la convención repusiera el consenso de la “casa común”. Como consecuencia, les cuesta aceptar que la convención aporta no solo tanta conflictividad como la que hay en la sociedad a la cual representa, sino que es a la vez una plataforma para el reconocimiento de las diferencias.

¿Son la expresión y el reconocimiento de las diferencias problemáticos porque erosionan la cohesión social y producen conflictos? No necesariamente. Tanto el conflicto como las diferencias son dimensiones consustanciales a la vida social. El problema no son los conflictos ni las diferencias, sino la forma de abordarlos y procesarlos. Y ese es precisamente nuestro problema. Hemos aprendido una suerte de neurosis social sobre el consenso y la cohesión social, derivada de estereotipos sobre la irracionalidad popular, sobre la extrema fragilidad de nuestro orden común, sobre la idea de unidad como ausencia de diferencias, sobre la autoridad como jerarquías incuestionadas. Y eso impregna nuestro lenguaje, plagado de eufemismos y referencias oblicuas al conflicto y a las diferencias. También impregna nuestras relaciones interpersonales y políticas. Tenemos la tendencia, como decía José Donoso, a “correr un tupido velo” sobre nuestros conflictos. Y como contrapartida hemos desarrollado una ilusión extrema sobre el consenso y la armonía. Al punto que creemos que es la tendencia natural de las cosas, y juzgamos las realidades desde ahí, lo cual suele conducirnos a una evaluación negativa de nuestros esfuerzos de orden cuando son desbordados.


“Cuando no hay política para que las diferencias se expresen, el conflicto se transforma en violencia”


Pero estamos transitando un importante cambio cultural; estamos perdiendo lentamente el miedo al conflicto. Y ello es efecto tanto de una nueva forma de entender las diferencias sociales como de imaginar el orden posible. Y esto no es una invención de afiebrados progresistas “pluri-todo”. Ha sido el efecto de las experiencias de las nuevas generaciones, hechas al calor tanto de los nuevos movimientos sociales, como de los mercados y del emprendimiento. Allí todo es diferencia y el resultado no es el caos violento, sino formas de cooperación y evolución que son productivas.

Esta nueva concepción descansa en el reconocimiento de que los actores tienen intereses diferentes, que las ideas de bien común son plurales, y no siempre compatibles entre ellas. Que el orden social más que una fórmula única a la cual pueda reducirse todo, es un tipo de relación; una forma de conversación cambiante pero sostenida, tensa pero respetuosa, imprecisa pero confiable.  Ahí está la clave: esta nueva experiencia del orden y del conflicto descansa en una mayor tolerancia a la inestabilidad creciente del orden social. Y se tolera un orden inestable porque se confía en sus integrantes, en la necesidad recíproca que tienen. Las nuevas generaciones confían menos en una idea institucional de orden universal y más en el efecto de las interacciones directas, y eso está teniendo importantes consecuencias en su relación con el conflicto. Suponen que es justamente la manifestación de las posiciones divergentes de los actores la condición básica de una evolución creativa.


“Estamos transitando un importante cambio cultural; estamos perdiendo lentamente el miedo al conflicto”


Desde esta perspectiva, la dimensión política del conflicto es abrazada, no rechazada. Es una concepción en la cual las soluciones a los problemas no se conocen de antemano, y la expresión del conflicto abre la posibilidad de encontrar mejores soluciones a los intereses en disputa. Contrario a la idea de que son los expertos de un campo quienes tienen las mejores soluciones a problemas públicos, es la expresión política de las posiciones de los actores concernidos el mejor punto de partida para una buena gestión de los conflictos. El problema, desde esta perspectiva, es justamente cuando el conflicto no se expresa. Es la represión del conflicto – en clave psicoanalítica – lo que sería más dañino. Cuando no hay política para que las diferencias se expresen, el conflicto se transforma en violencia. Claro que esta transformación cultural aportada por las nuevas generaciones tiene efectos problemáticos para la forma tradicional de la política que aún no han sido adecuadamente enfrentados: recela de las instituciones, promueve los asambleísmos y la rotatoria permanente de las posiciones, tensiona los mecanismos de representación, enfatiza el intercambio discursivo por sobre la eficacia de la acción.

El estallido social del 2019 fue un evento multiforme y es tan difícil reducirlo a una demanda común como a un único actor. Entre otras cosas, fue la demostración de la incapacidad del orden institucional para contener los malestares, demandas y diferencias que se habían incubado. Es también consecuencia de la tozuda negación de varios actores a reconocer esas tensiones y a revisar las reglas del juego. El estallido fue violento, no solo por el poder expresivo de la violencia, sino como efecto de la ausencia de mecanismos para procesar los conflictos. El sistema político pareció entender la gran lección del estallido: que el conflicto no reconocido o mal procesado suele conducir a la violencia, y propuso una salida institucional para canalizarlo. La elección de la Convención Constituyente, sus reglas y resultados, dio cuenta del giro: máxima inclusión de diferencias, amplia libertad para revisar las reglas del juego.


“El problema, desde esta perspectiva, es justamente cuando el conflicto no se expresa. Es la represión del conflicto – en clave psicoanalítica – lo que sería más dañino”


¿Entendió correctamente el sistema político lo que está en juego? No del todo, a juzgar por sus comentarios y críticas al trabajo de la convención. Más allá de las críticas a los errores de procedimiento y comportamiento, se le sigue evaluando desde una exigencia desmedida de consenso y desde una demanda de representación de una idea de nación, de historia, de evidencia o de razón. Como si hubiera un principio universal que todo lo ordena, que se nos perdió y que ahora tenemos la oportunidad de reencontrarlo. Claro, desde ahí es entendible que muchos piensen que la Convención se desvió de sus objetivos o que es una oportunidad perdida. Para ser francos, parece que no todos los constituyentes entendieron bien su rol en el momento histórico, especialmente aquellos que representan la demanda de reconocimiento de las diferencias, o de los “pueblos”. Pues más que buscar mecanismos que permiten construir orden a partir de la irreductible tensión entre las diferentes identidades y territorios, han tendido a asegurar su reconocimiento casi absoluto.

Así pues, si algo debe preocuparnos en este proceso constituyente no es la ausencia del consenso sin fisuras o la negación de identidades, sino la eventual falta de comprensión de que tanto la superación de las relaciones injustas del pasado como la producción de unas más justas e integradoras suponen una nueva manera de entender el orden, el conflicto y su procesamiento. Suponen una relación más pragmática con la idea de consenso y con la idea de identidad. En este plano, probablemente menos fijación de principios absolutos, y más fortalecimiento de espacios de deliberación y política, pueden ser mejor garantía de convivencia y cohesión social. Y esto puede resumirse, para ambos bandos, en una nueva manera de entender y valorar las instituciones políticas: más centrada en procedimientos para el procesamiento de divergencias y menos en juicios normativos sobre las opciones que cada uno debe tomar. Finalmente, de eso se trata, de reconstruir un orden político socialmente legítimo.

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