Publicado por CIPER
Por Carlos Meléndez
En sociedades con un 70% de la población activa anclada en el sector informal de la economía, y con instituciones débiles que no logran llegar a amplios sectores, la incertidumbre se expande con posibilidad de desbordar las previsiones que rigen la convivencia social. Esa es una de las premisas con que el autor analiza en esta tercera columna el trasfondo de la crisis política del Perú después del colapso del sistema partidario, intentando responder a interrogantes que se repiten: ¿con qué criterios legislan congresistas sin vínculos estables con la sociedad? ¿Qué representación política tiene la incertidumbre y el cortoplacismo?
Las instituciones tienen por finalidad principal reducir la incertidumbre[1]. En sociedades con instituciones débiles que dejan a grandes sectores de la población fuera de sus alcances, la incertidumbre se expande con posibilidad de desbordar las previsiones que rigen la convivencia social. Cuando ello ocurre, los individuos no interactúan bajo un conjunto enclavado de normas facilitadoras del intercambio social, ahorradoras de tomas de decisiones y sorteadoras de problemas. Por el contrario, se ven en la necesidad de realizar cálculos -incesantes y hasta cierto punto reiterativos- sobre sus comportamientos para prever escenarios en los que no es posible garantizar el acuerdo o contrato implícito de cumplimiento de reglas (formales e informales).
«Una sociedad con altos niveles de informalidad, como la peruana, se constituye en un reino de la incertidumbre. El 70% de la población económicamente activa en Perú pertenece al sector informal de la economía (en Chile, este sector se calcula en alrededor del 30%)»
Así, a menor vigor institucional, mayor necesidad de evaluaciones costo/beneficio para guiar las conductas individuales.
Una sociedad con altos niveles de informalidad, como la peruana, se constituye en un reino de la incertidumbre. Basta señalar que el 70% de la población económicamente activa en Perú pertenece al sector informal de la economía (en Chile, este sector se calcula en alrededor del 30%). Esta realidad determina que sus miembros no interactúen mediante una estructura de incentivos predecibles, sino en un ecosistema basado en negociaciones permanentes (ad infinitum) como eje de la convivencia social. Así, las “certezas” derivadas de tal convivencia son efímeras y de construcción artesanal, pues no se orientan hacia el fortalecimiento de la institucionalidad existente, ni al montaje de una alternativa, sino a la resolución instantánea de decisiones. Se trata de una suerte de acuerdos que pueden autodestruirse una vez utilizados.
«La incertidumbre de una sociedad informalizada apuntala la necesidad de cálculo permanente, pues el individuo que la habita no puede darse el lujo de dejar al azar las consecuencias de sus acciones. Con la información disponible, sistemáticamente se arriesga con su evaluación costo/beneficio, aunque ello implique debilitar aún más la propia normatividad»
Dado que las instituciones en Perú han dejado de resolver eficientemente problemas de acción colectiva y de previsibilidad de las interacciones sociales, en este incesante análisis costo/beneficio el individuo puede llegar a infringir la normatividad formal “vigente”. Y ello, porque antes que percibir a la institucionalidad como un marco que organiza la interacción social, se llega a normalizar el cálculo de evadirla y de infringirla. Javier Díaz Albertini ensaya algunas interpretaciones (culturales, estructurales y ciudadanas) a la normalización de la evasión a la norma en Perú en su artículo “La insoportable levedad del deber ser” (El Comercio, 30.09.2020).
Así, los integrantes de sociedades con reparos estructurales hacia la institucionalidad tienden a sopesar las deficiencias de aquella y la permisibilidad de la zona gris inherente a la informalidad. El resultado de dicho análisis es la confianza excesiva en los cálculos racionales propios del individuo, que incluso puede llegar a transgredir lo normativo.
Remítase a un día cualquiera en la capital peruana y haga el inventario de todos los cálculos costo/beneficio que sus habitantes han incorporado en sus hábitos: la negociación de la tarifa con un taxista, la “yapa” que prevé cuando acude a la “casera” en el mercado, el ingreso extra producto del “cachuelo” fuera de la ocupación laboral principal, la inversión en un pequeño negocio que prevé como complementario al ingreso “fijo”, etc. A la vez, haga el ejercicio de cuán preparado mentalmente está un individuo en este contexto para que estos acuerdos informales aborten. Por ejemplo, para que el taxista le conmine a bajar del auto a mitad de camino porque, repentinamente, se dio cuenta de que “no le conviene”; o que su proveedora favorita de alimentos le “falle” con los acostumbrados descuentos. Y es que, a la imprevisibilidad de la informalidad se suma el socavamiento de la legitimidad de la institucionalidad formal como algo “permitido”. Piense en cuántos emprendimientos se llevan adelante sin licencia municipal, cuántas veces celebró haber cobrado por un servicio sin tener que haber emitido recibo por honorarios, etc.
«Los parlamentarios han preferido socorrer al individuo mediante la provisión de beneficios que operen en la fórmula de supervivencia cotidiana. Esto explicaría por qué se empeñaron en proveer a las familias de ingresos provenientes de los fondos de pensiones, a pesar de, con ello, socavar las previsiones de largo plazo de las jubilaciones»
El cálculo que transgrede la norma refiere, en cierta manera, a la disfuncionalidad de la misma (quizás por su falta de capacidad de sanción), pero también a una racionalidad excesivamente individualista, dispuesta a romper los mínimos establecidos de convivencia social.
La incertidumbre propia de una sociedad informalizada apuntala la necesidad de cálculo permanente, pues el individuo que habita este ambiente no puede darse el lujo de dejar al azar las consecuencias de sus acciones. Con la información disponible, sistemáticamente se arriesga con su evaluación costo/beneficio, aunque ello implique debilitar aún más la propia normatividad.
«Condicionada pesadamente por la informalidad e incertidumbre, la racionalidad de los congresistas peruanos no se orienta hacia la distribución de bienes públicos (lo que los conduce a abandonar el horizonte de la razón pública), sino de beneficios específicos que socorren a los individuos en sus evaluaciones costo/beneficio cotidianas»