Por Ignacio Cáceres, Matías Bargsted y Camila Ortíz.
Publicado en La Tercera
Chile, qué duda cabe, está enfrentando un momento crítico que marcará en forma sustantiva el devenir de sus ciudadanos e instituciones en los próximos años. Al respecto, un aspecto relevante que ha estado ausente de la discusión, tiene relación con la confianza; nos referimos tanto a la confianza social (¿me siento seguro con respecto al ‘otro’ desconocido? ¿la gente intenta generalmente aprovecharse del ‘otro’ o actúa de buena fe?), como a la confianza política (¿percibo que el funcionamiento de las instituciones es adecuado y justo?).
La desconfianza social aguda mina la solidaridad, la convivencia social y puede dificultar e imposibilitar la implementación de políticas sociales redistributivas tan necesarias para brindar un estándar de ciudadanía sólido y fortalecer la cohesión social. Por otro lado, la desconfianza en las instituciones políticas debilita la valoración de la democracia y abre una peligrosa ventana a la expansión de líderes y alternativas políticas populistas y autoritarias[1], que pueden ser profundamente dañinas para la convivencia democrática y el desarrollo de los países.
Mientras que la literatura[2] ha dado cuenta de una relación bastante robusta entre confianza social y confianza política (y esta a su vez con valoración de la democracia), en Chile ambas dimensiones vienen mostrando desde hace algún tiempo claros síntomas de desgaste. Así, aunque en los 90´ Chile mostraba niveles muy por sobre la media de Latinoamérica de confianza en el congreso, ya desde principios de esta década esta relación se invirtió, llegando a un 17% en 2018, transformándose en uno de los países con menos confianza sobre el poder legislativo en el continente (datos Latinobarómetro 1996-2018). De forma similar, al analizar la confianza social se observa que, según datos del Estudio Longitudinal Social de Chile (ELSOC) del COES, desde 2016 (año en que empezó a aplicarse el estudio) la proporción de quienes señalan que “la mayoría de las veces se puede confiar en las personas” se mantiene bajo el 15%.
Ahora, un punto clave es que estos dos elementos no sólo están estrechamente relacionados, sino que están conectados causalmente en forma recíproca, de modo que cambios en los niveles percibidos de confianza política en la población tienden a afectar posteriormente los niveles de confianza social, y viceversa. Este patrón, que ha sido constatado en investigación social en algunos países de Europa[3], también ha sido posible de constatar en Chile , a partir de datos de la encuesta ELSOC. Según nuestras estimaciones el nivel de confianza política de los entrevistados en 2017 es un predictor fuerte de la confianza social en 2018, al mismo tiempo que el nivel de confianza social en 2017 predice en forma estadísticamente significativa la confianza política en 2018, aunque esta relación es de menor intensidad de la que va de confianza política a social [4] .
Estos antecedentes permiten sugerir algunos elementos importantes que el sistema político debiese tener en cuenta al abordar el conflicto social y político. En primer lugar, es difícil pensar en una salida de largo aliento que no incluya alguna reflexión acerca de cómo generar una sociedad con mayores niveles de confianza en el ‘otro’ desconocido y en las instituciones. La desconfianza social puede dificultar la implementación de políticas sociales de corte más universalista dirigidas justamente a todos los chilenos y chilenas, que a su vez pueden ser fuertes articuladores de mayor cohesión social. Quizás el mejor ejemplo de esto es la recuperación del extremadamente alicaído y segregado sistema chileno de educación pública primaria y secundaria, algo que ninguno de los gobiernos ha abordado con la profundidad y convicción suficiente.[5] Segundo, y relacionado a lo anterior, resulta muy grave y contraproducente que desde el gobierno se persista en un discurso que asocie la actual situación de crisis con la desconfianza social hacia un ’otro’ amenazante, cuya motivación es destruir el transporte público y luego la sociedad a través de saqueos, organizaciones extremistas, y evasiones. La inmensa mayoría de los chilenos condenamos la violencia unívocamente, pero ello no implica asumir que es fortuita, aleatoria, carente de correlatos sociológicos. Una narrativa de este tipo no solo es falaz, sino que además puede alimentar una profunda desconfianza hacia los mismos que promulgan este discurso. Por último, creemos beneficioso transmitirles a los actores políticos de izquierda y derecha que si están dispuestos a consensuar y ajustar posiciones en pos de la mejora de las condiciones materiales y sociales de los chilenos estarán transmitiendo una señal positiva que no sólo permitirá vigorizar la confianza que la ciudadanía deposite en ellos, sino también, y por la misma vía, la confianza que las personas tengan entre sí.
En definitiva, quienes lideran las instituciones políticas del país, tanto desde el gobierno como de la oposición, deben considerar con prioridad esta relación entre tipos de confianza. Ambas constituyen un elemento central de la vida democrática, y erosionarlas no solo no aportará a encontrar una salida en el corto plazo, sino que puede marcar negativamente el devenir político y social de nuestro país.
[1] Ver Doyle, D. (2011). The legitimacy of political institutions: Explaining contemporary populism in Latin America. Comparative Political Studies, 44(11), 1447-1473.
[2] Ver Montero, J., Zmerli, S., & Newton, K. (2008). Confianza social, confianza política y satisfacción con la democracia. Revista Española de Investigaciones Sociológicas (Reis), 122(1), 11-54.
[3] Ver Mishler, W., & Rose, R. (2001). What are the origins of political trust? Testing institutional and cultural theories in post-communist societies. Comparative Political Studies, 34(1), 30-62, y Sønderskov, K. M., & Dinesen, P. T. (2016). Trusting the state, trusting each other? The effect of institutional trust on social trust. Political Behavior, 38(1), 179-202.
[4] A algún lector interesado en conocer estos resultados más en detalle lo invitamos a que nos escriba directamente para así hacerles llegar los resultados de los modelos estadísticos.
[5] Recordemos que el grueso de los recursos económicos incorporados en la Ley de Inclusión (N° 20.845) del gobierno de Bachellet II está abocada a cubrir el co-pago que hacían los apoderados de hijos en establecimientos particulares subvencionados (que cubren el 55% de la matrícula educacional en 2016) en lugar de inyectarse en el sistema educacional municipal (que cubren el 36%). Aunque la racionalidad detrás de ello era reducir los alarmantes niveles de segregación socioeconómica entre establecimientos educacionales, es siempre cierto que gastar los recursos en un área implica dejar de hacerlo en otra.