Por Alfredo Joignant.
Publicada en La Segunda.
Fascinante ha sido la controversia por la extraña exposición “Hijos de la libertad” organizada por el Museo Histórico Nacional, en donde uno de los hijos (de…) es ni más ni menos que Pinochet, instalado en el mismo pedestal que Lastarria, Amunátegui, Abdón Cifuentes y, más recientemente, María Elena Caffarena, Allende, Aylwin y Bachelet: todo un exceso. Más allá del desenlace, en extremo lógico (despido del director), son tres despropósitos, colindantes con lo que cabe entender por desmadre, los que sorprenden.
En primer lugar, la total desconexión del catálogo de la muestra (en la que escriben textos interesantes historiadores profesionales) con la exhibición de ideas de libertad por parte de hijos de la misma: nada de lo que se publicó en el catálogo prefiguraba, ni menos explicaba la presencia de Pinochet en la muestra.
En segundo lugar, la paupérrima declaración intelectual de la Asociación Nacional de Trabajadores del Patrimonio (ANATRAP), en la que predomina la “inquietud” por la censura generada por la autoridad política al solicitar la renuncia del director del museo, la que es experimentada por los trabajadores como orientada a socavar su “rol social”. Esto es una pésima expresión de intereses gremiales que no se hace cargo de lo que significa un escándalo en materia de historia y memoria: lo lamento, pero cuando una cierta idea de la historia de Chile se sedimentó a partir de consensos sociales en los que descansan los derechos humanos, el interés gremial y particular que la socava se torna ilegítimo, social y moralmente.
En tercer lugar, es muy importante discutir el rol que cumple en la esfera pública un museo de historia. Al respecto, el candidato a doctor Luis Alegría (del departamento de colecciones del museo), sostiene que “todo museo debe buscar provocar”. Me parece que el candidato a doctor confunde lo que un museo de arte moderno puede hacer (alentar la experimentación y la performance) y lo que un museo de historia debe hacer (transmitir consensos sociales sobre determinados periodos históricos, especialmente cuando éstos estuvieron marcados por “catástrofes” en el sentido en que las entiende Henry Rousso).
¿Cómo es posible que Alegría no repare en los modos en que un museo de historia puede “buscar provocar”, esto es mediante estrategias revisionistas? Para decirlo en claro: si el Museo Histórico Nacional se propuso provocar, no solo lo logró, sino que el logro descansa en un revisionismo inconfesable, precisamente aquel que coloca a Pinochet en el mismo sitial que Lastarria, Cifuentes, Allende o Aylwin desde sus respectivas ideas de libertad, eliminando del registro histórico la pregunta por la comparabilidad de las legitimidades de quienes profesan dichas ideas, lo que equivale a avalar todo tipo de amalgamas y relativizaciones.
Los museos de historia no se mandan solos: en lo que se exhibe y consagra como memoria legítima debe encontrarse presente el trabajo de los historiadores, el que no puede desconocer que la figura de Pinochet sí existió, pero tampoco puede obviar que su figura se asocia espontánea y universalmente a una representación del mal. Una pregunta distinta, y difícil, es cómo llevar a Pinochet al museo.