Por Daniel Hojman
Publicado en La Segunda
(Texto original)
La elección de Trump en Estados Unidos y el resurgir de movimientos xenófobos nos confrontan con un retroceso civilizatorio, la violencia del poder que se alimenta de miedo y odio. Comprender el fantasma de la desintegración que recorre Estados Unidos y Europa pasa por el análisis de las desigualdades que emergen en una era de globalización y cambio tecnológico acelerado y las respuestas de cada sociedad a estas desigualdades, son esenciales para.
La campaña de Trump apeló a trabajadores blancos desplazados por la relocalización de industrias en China y embistió contra las finanzas de Wall Street, prometió barrer con la corrupción del “pantano político” en Washington y con la inmigración ilegal, mostró despreció por la diversidad. Esta retórica se sustenta en dinámicas de desigualdad en tres dimensiones -la socioeconómica, la política y la étnico-racial.
Desde los años setenta, Estados Unidos ha experimentado un aumento sustancial de la polarización de ingresos, caracterizado por una dinámica de concentración en la parte más alta de la distribución del ingreso y baja movilidad social en las capas medias y bajas. Entre 1970 y el 2010, la participación del 1% por ciento más rico creció de 10% a un 21% del ingreso total. El top 5% de la distribución salarial vio aumentos salariales reales de un 60%, mientras que los segmentos medios prácticamente no experimentaron mejoras. Es más, los norteamericanos blancos (no hispánicos) de edad mediana tienen menor esperanza de vida que en la generación previa, que se asocia a un aumento de muertes violentas, de abuso de alcohol y drogas, y empeoramiento de la salud mental.
Relacionado con la desigualdades socioeconómicas, estudios recientes sugieren una representación desigual de grupos socioeconómicos. La influencia política de los más afluentes a través del lobby, el financiamiento de campañas y conexiones sociales, se ha vuelto desproporcionada. Por si fuera poco, los legisladores norteamericanos son, en su mayoría, millonarios, muy distintos al norteamericano promedio.
Finalmente, la inmigración ha cambiado la composición etno-racial del país. Entre 1980 y el 2014, la población hispánica creció de 6,5% a 17,3% del total y la de blancos cayó de 80% a 62%. El impacto de la migración no se limita a mercados laborales o la economía, incluye cambios culturales sustantivos en poco tiempo. Las fricciones asociadas a la inmigración refuerzan dinámicas raciales, siempre centrales en la historia política norteamericana, como la construcción de barreras y estigmas que excluyen a los grupos de menor status.
Limitar el riesgo del populismo xenófobo pasa por hacerse cargo de las desigualdades subyacentes. ¿Tenemos una estrategia de especialización que tome en cuenta aspectos distributivos y reconversión de trabajadores? ¿Hemos avanzado adecuadamente en reducir las desigualdades socioeconómicas y la recuperar de la legitimidad del sistema político? ¿Qué esperamos para desarrollar políticas migratorias y educativas que faciliten la integración?
