Por Alfredo Joignant
Publicado originalmente en La Segunda
Se ha dicho hasta el cansancio: hay algo inaceptable en el lucro en educación. Es una experiencia de lo intolerable que se explica por dos razones, una más importante que la otra. La primera consiste en decir que esta experiencia de lo intolerable se origina en la naturaleza intrínseca del bien educativo: una vez que éste ingresa a la esfera del mercado, la dinámica del intercambio produce una deformación del bien e induce actitudes que lo desnaturalizan.
En términos de Sandel, lo que se degrada es el bien a partir de una experiencia económica de acceso desigual y goce de prestigio. La segunda razón, subordinada a la primera, es que si ya es inaceptable lucrar con un bien del que nos debiésemos beneficiar todos por igual (salvando las diferencias de mérito y justicia), es chocante que en esto concurra el dinero público.
Existen razones de ontología moral para rechazar el lucro sobre este bien esencial, no hay un capricho, sino más bien razones importantes, de aquellas que permiten definir el carácter más o menos civilizado de la comunidad en la que vivimos: sólo desde hace un puñado de años que las percibimos como evidentes en Chile. Si lucrar con la educación suena mal y muy mal, es porque algo ocurrió en el mundo concreto de las ideas, como sugería Marx.
¿Qué razón podría haber, entonces, para aceptar el lucro en educación –con y sin dinero público? De existir, la razón debiese ser poderosa, por su contenido interno o por los factores externos. Hay una razón de hecho, pesadamente fáctica y a-moral, que transforma en letra muerta una prohibición: la imposibilidad de tipificar, detectar y sancionarla.
Es ello lo que explica lo que,de buenas a primeras suena a capitulación o renuncia por parte del senador Montes (PS), cuando, en aras del realismo, sugiere reconocer en la ley la existencia de un sector cuya actividad es lucrativa en educación superior (como por ejemplo la Universidad de Las Américas). Este reconocimiento, logrado a punta de refunfuños, tiene pocas y malas razones sustantivas a su favor (empezando por las razones económicas, en este caso de optimización de recursos que obsesionan a Sergio Urzúa que todo ve a través del visor de una calculadora marca Casio y que nada ve a través del lente más culto de las relaciones entre mercado y bienes públicos esenciales).
Pero resulta atendible, por un corto periodo, el argumento de la facticidad, insufrible en sí mismo, pero poderoso, porque tiene a su favor el peso de una realidad que no me gusta, pero que existe, y que hay que desafiar. Este argumento, no puede aspirar a ser un argumento definitivo: solo sirve para capear una imposibilidad jurídica, o pericial.
Lo más complejo es explicar por qué la dictadura prohibió el lucro en educación superior, y por qué un gobierno de centroizquierda con un programa de reformas avanzada ¡lo acepta! Es probable que debamos reconocer la facticidad como prueba de nuestra incomodidad: lo difícil es persuadir sin sucumbir a ella.
