Por Alfredo Joignant
Publicado originalmente en La Segunda
Mi colega Mauricio Morales argumentaba ayer (p. 18) acerca de la necesidad de pensar seriamente, por quienes se identifican con el PDC, de abandonar la Nueva Mayoría para formar una coalición de centro. Su premisa le otorga centralidad al cambio del sistema electoral, lo que significa que ya no habitamos el mundo forzado de las duplas del binominal que obligaba a vivir políticamente juntos. Junto con este argumento procedimental, Morales destaca serios problemas de gestión de las diferencias entre partidos, y de éstos con el Gobierno, señalando que en el origen de la Nueva Mayoría hubo una adhesión del PDC a punta de refunfuños, casi por asalto, y que mucho se parece a una estrategia oportunista de sumarse a una candidata popular.
Todo esto es cierto. Pero, ¿es toda la explicación? No.
Hay algo mucho más profundo. ¿Por qué no decir abiertamente que a una parte (cuya magnitud no logro dimensionar) del PDC, tal vez a una mayoría de sus dirigentes y parlamentarios, definitivamente no le gusta el programa de gobierno? En este plano la incomodidad es real, y para un puñado de personalidades democratacristianas, la discrepancia es total. Es entendible que una fracción de la elite del partido esté molesta, cada vez más, por las formas de implementación de un programa con metas ambiciosas. Pero existe otra fracción, quizás en expansión, en donde el desacuerdo está referido a los fines del programa. De ser así, son innumerables los episodios de discrepancias y bochornos (desde la reforma laboral abortada en uno de sus pilares por el TC hasta el affaire Servel) cuyo trasfondo es otro: algo así como una malograda transición desde la Concertación a la Nueva Mayoría, sin haber digerido lo que ella significaba.
En el origen de esta indigestión, la responsabilidad es de todos: desde quienes diseñaron el programa sin deliberación política, magnificando un consenso inexistente sobre ideas, principios y metas, hasta el oportunismo de quienes hoy se quejan después de haber concurrido a un “programa” hoy resistido. Lo deseable sería sincerar el malestar, emulando el nombre de una conocida emisión deportiva radial (“Digan la verdad”). ¿Qué puede significar esto? Decir con claridad que, más que un ánimo “refundacional”, que sugiere que el problema es de formas y ritmos, el problema está en los fines: desde la gratuidad hasta el fin del copago, pasando por un cambio constitucional que es considerado inútil porque existe un apego a las rutinas de la Constitución de 1980, por una conciencia incómoda sobre asimetrías entre trabajadores y empleadores pero que tampoco puede significar tanta profundidad en la reforma laboral, y tantas otras cosas más.
Si todo esto es cierto, me temo que ya es demasiado tarde para reorientar el programa. Si la opción es una nueva coalición de centro con partidos de derecha (es decir una coalición de centroderecha), entonces hemos vivido desde hace años sobre la ilusión de un eje PS/PDC en el que el primero sacrificó, por el bien de la coalición, su propia identidad de izquierda, transformándose en los hechos en un partido de centro.