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Opinion Prensa

[OPINIÓN] El estadista

Por Alfredo Joignant

Publicado originalmente en La Segunda

Es frecuente constatar, en la pluma quejumbrosa de los políticos y sus analistas (especialmente dominicales) controversias deslumbrantes por la intensidad, pero opacas por las categorías movilizadas. Una prueba límite fue la polémica desatada por una mala entrevista de José Miguel Insulza, en la que ensalzaba la figura de Longueira aduciendo su estatura de “estadista”. Ningún columnista puso en duda el contenido de la entrevista, ni menos el sentido del término, dando por hecho que todos entendemos, y del mismo modo, lo que es un “estadista”.

¿Es tan evidente el significado de una palabra tan pintoresca? Definitivamente no.

Del tenor de la entrevista a Insulza, y de una posterior columna de respuesta a sus críticos, se desprende una definición del estadista (más allá de Longueira) cargada de sentido común y vulgo popular entre los políticos. Si Longueira (y por tanto cualquier político sobresaliente, de esos que hacen la diferencia en algún sentido) es un estadista, es porque en la coyuntura crítica del 2003 actuó con tal desprendimiento respecto de los intereses de su partido que, precisamente por esa razón, se distinguió de la comunidad general de sus pares. Convengamos que aquel “desprendimiento” está lejos de oponerse al interés particular de su partido (la UDI) y personal, y sería fácil argumentar que, en realidad, es de modo interesado que se pudo actuar de esa forma. La sociología crítica ya lo había señalado: la fuerza paradójica del interés en las relaciones de poder, en este caso político, radica en su propia negación expresiva, esto es en el desinterés. Pero sobre todo, en esta definición no estamos lejos de la idea ingenua de “generosidad”, y eventualmente de virtuosismo.

Pero esto no es todo. Si la fuerza del interés es su propia negación, de nada sirve que quien carece de poder haga gala del desinterés ante una controversia: se requiere de potencia. Entonces, además del desprendimiento, en el estadista estaría también presente la idea de “peso”, de “tamaño” de los agentes, y por tanto de magnitudes políticas y sociales. Lo fascinante es que no resulta clara la frontera (al no existir métricas categóricas) que separa al estadista del individuo influyente, y de éstos del político irrelevante. ¿Por qué será que, entre políticos y analistas, Escalona, Longueira y Lagos sean espontáneamente tildados de “estadistas”, y no ocurra lo mismo con F.Vidal o I.Allende (también ellos dotados de trayectoria en el campo), y para qué decir ME-O y tanto otro diputado o senador que no sobresale entre sus pares? Es cierto: lo que hace la diferencia, además de las trayectorias, son las convenciones que se construyen en el campo político en la ferocidad de la competencia en la que tienden a imponerse los hombres. Pero no demos por sentado que categorías frecuentes en política, desde el “carisma” de los actores hasta las “crisis” (generalmente interminables, lo que es una negación de lo que el término indica) que ellos protagonizan son de entendimiento espontáneo y universal.

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