Por Alfredo Joignant
Publicado originalmente en La Segunda
Hace ya cerca de dos años que Chile y su política giran en torno al dinero privado de las campañas, obtenido e inyectado de modo irregular. Ya es hora de tomar distancia con el escándalo y la mediatización de los distintos casos, para formular seriamente la pregunta de lo que pudo haberlos provocado.
Es poco discutible que en el origen de la legislación de 2003, aquella que introduce los aportes reservados de empresas (un componente que llegó a ser elogiado por B. Ackerman e I. Ayres en “Voting with Dollars”, un libro que es el perfecto antónimo del problema, prueba de que nadie está a salvo del error), no estuvo presente la intención de producir las condiciones legales de un cohecho disfrazado. ¿Qué es lo que se buscó? Algo tan simple y profundo como transformar el dinero empresarial en una forma de financiamiento selectivo destinado a quienes, en política, importan. Es más: en ese grupo exclusivo, ese tipo de financiamiento se transformó en algo muy codiciado. ¿Por qué los aportes reservados fueron durante una década concebidos no sólo como inocuos, sino como deseables?
Parte de la respuesta es que el aporte reservado opera en un contexto de fatiga de las convicciones y en un tramo histórico de desideologización rampante del mundo político: esto es particularmente evidente para la izquierda, que dejó de ver tras SQM al yerno de Pinochet y sólo pudo entrever al dictador, quedando a un paso de cerrar los ojos.
Por muy chocante que pueda parecer, sí fue posible que –vomitivamente-, revolucionarios y presos políticos de ayer entablaran amistad con el lado oscuro de la fuerza. Otra parte de la respuesta radica en la colonización cruda y directa del campo político por el dinero: neoliberalismo se le llama a aquel clima ideológico en el que era aceptable que la oferta de bienes políticos y su materialización en políticas públicas y leyes se originase, a lo menos en parte, en intereses privados.
¿Es esto corrupción? No, si lo que se quiere entender por tal a burdos actos de adquisición de voluntades parlamentarias. Lo que no significa que en esta forma de financiamiento no esté en juego, de modo subrepticio, el condicionamiento de la autonomía y del buen juicio a través de la deuda contraída por un grupo selecto de políticos. Si todo esto ha sido tan escandaloso, es porque la propia idea de interés general fue capturada, con astucia y malicia, por intereses particulares.
Como tantas otras cosas, el mundo de antes del 2011 (sí, el de los movimientos sociales), se ve mal. No porque la materialidad de los hechos sea tan repulsiva que el más escéptico de los colonizados hubiese sucumbido al estruendo del escándalo. Más profundamente, y aun cuando suene raro, porque el sentido general de las cosas en política entró en una fase de inaceptabilidad, lo que se ve bien en el tono de las cartas al director de los diarios, en el alarmismo de los columnistas y en todo tipo de foro que corona un artículo crítico de opinión. Será difícil, probablemente imposible, revertir en el mediano plazo un clima ácido, casi insalubre.