Publicada originalmente en La Tercera
Mucho se habla de los potenciales costos de las reformas del gobierno. Poco se habla de los aún mayores costos de no hacerlas. Estonia, Polonia, Eslovenia, la República Checa y todos los demás países del Este Europeo que pasaron por una transición a la democracia en el 1990 ranquean mucho arriba de Chile en las tablas de Pisa, un test de la OCDE que mide el rendimiento escolar de jóvenes en 65 países. Es un testimonio del rezago educacional que Chile no ha podido resolver. El costo de no haber hecho reformas educacionales efectivas hace 25 años afecta el desarrollo de nuestro país en todas sus aristas.
En otras aéreas de la política publica este fenómeno se replica: Cual es el costo de la inequidad? De la exclusión social? Cuál es costo de no regular adecuadamente el uso del agua, de los suelos o del medioambiente?
En los mercados laborales ocurre lo mismo: hasta que no se resuelva la deuda que tenemos con los sindicatos, difícilmente se les puede pedir que piensen en temas que van más allá de sus posturas históricas. El costo de tener relaciones laborales conflictivas es altísimo: según estudios del Observatorio de Huelgas Laborales del Centro de Conflicto y Cohesión Social (COES), casi la mitad de las huelgas en Chile son ilegales, y ellas involucran a mucho más trabajadores que las huelgas legales.
En un país dónde somos pillos y expertos en circunnavegar legalmente la regulación (piensen en los Multiruts!), no tiene sentido permitir el reemplazo de huelguistas con trabajadores internos porque se contratarían a más trabajadores antes de que se realice la huelga, lo cual la haría bastante menos efectiva. Es decir, sería una receta para seguir con relaciones laborales conflictivas y con huelgas ilegales. Y eso impediría avances en otros aéreas laborales como la alta rotación de los empleos o la casi total falta de trípartidismo en la definición de los contenidos de nuestra educación y capacitación profesional que son esenciales para el futuro desarrollo de Chile. La historia de los últimos 25 años debería habernos enseñado que hay que hacer las reformas bien, orientadas por el bien común y no por intereses partidarios.