Por Nicolás Grau, investigador COES
El acuerdo tributario firmado entre el gobierno y los partidos opositores ha generado un álgido debate respecto a la forma en que éste se llevó a cabo y a los contenidos específicamente acordados. Por un lado, se ha cuestionado el carácter poco republicano de la negociación, la obscena capacidad de sectores empresariales de influir en el debate público y el hecho que el gobierno apostara por negociar con la derecha sin antes consultar los contenidos específicos de tal negociación a todos los sectores de la coalición de gobierno. Por otro lado, diversos expertos -algunos de centro izquierda- han resaltado que, dado los nuevos parámetros que define el acuerdo, parece poco creíble que se vaya a recaudar lo comprometido por el gobierno, y que la lista de nuevas (o aumentadas en su alcance) opciones para eludir implican una importante merma al potencial impacto distributivo de la reforma.
El gobierno, por su parte, ha resaltado lo histórico del acuerdo, señalando que los objetivos planteados al inicio del debate han sido cumplidos y que sólo ha habido un cambio en los instrumentos empleados para su realización. Paradójicamente, parece no existir un consenso sobre de qué se trata el consenso, ya que mientras el gobierno argumenta que este acuerdo no alteró el corazón de la reforma, el senador de la UDI, Hernán Larraín, ha dicho que «al abrir un espacio de renta voluntaria se abre simultáneamente el espacio a la reinversión de las utilidades sin pagar impuesto. No sé cómo se llama eso, pero eso es lo más parecido que hay al FUT».
Más allá del disenso sobre las implicancias del consenso, existen atendibles razones para dudar lo argumentado por el gobierno. Sólo sabremos al final del actual mandato de Bachelet, o incluso ya terminado su periodo, cuánto se recaudó y cuál fue su impacto distributivo. Aquello hace tentador, para este y cualquier gobierno, el sobredimensionar los potenciales aspectos positivos de la reforma y subvalorar sus potenciales aspectos negativos. Lo único transparentemente cierto es que la derecha y el gobierno esperan un impacto distinto de la reforma que firmaron y que ambos tienen incentivos para afirmar, con o sin evidencia, que su predicción es la correcta.
Frente a este escenario, es imposible no recordar el acuerdo, entre la derecha y el primer gobierno de Bachelet, que dio origen a la LGE. Los ingredientes se repiten: (1) el gobierno anuncia un proyecto con elementos transformadores (e.g., eliminación del lucro con fondos públicos); (2) se acuerda con la derecha una nueva propuesta, echando pie atrás a los elementos más polémicos de la propuesta inicial; (3) se dice que es un acuerdo histórico, que aunque cambia algunos aspectos de la propuesta inicial, apunta a los temas de fondo, que en el caso de la educación era la calidad.
Con el tiempo han sido los mismos -por el lado de la centro izquierda- que estuvieron en ese acuerdo, los que reconocen que está pendiente la reforma que el sistema educacional necesita. El tiempo depreció el valor de ese acuerdo, al nivel que hoy nadie lo defiende y, de hecho, se ha transformado en un pesado fantasma para la administración actual.
El problema que enfrentamos es evidente: cuando existen acuerdos polémicos como el de la LGE o el tributario de estos días, donde no existe una información transparente (a veces nadie la tiene) sobre los reales efectos de lo que se acuerda, el gobierno tiene todos los incentivos para decir que este es el acuerdo del siglo. Frente a ello, la ciudadanía no tiene los elementos para hacer su propio juicio, fuera de las razonables dudas que se pueda tener cuando una reforma tributaria es firmada por toda las derecha.
¿Podemos hacer algo para solucionar este problema de información? Seguramente no en su totalidad. Es de la esencia de la política el discutir sobre escenarios hipotéticos sumamente difíciles de anticipar. Sin embargo, en el caso de las reformas tributarias sí podríamos tener una ciudadanía (y parlamentarios) mucho mejor informados.
Por ejemplo, el Congreso podría -en alianza con su universidad, la Universidad de Chile- fortalecer su capacidad para predecir los potenciales efectos de este tipo de reformas, tanto en su capacidad de recaudación, como en su impacto distributivo; al desarrollar una agencia de estudios fiscales, la que dada la diversidad política del congreso y la rigurosidad académica de la Universidad de Chile, podría aportar con información bastante más confiable de la que tenemos por estos días.
Una propuesta de este tipo necesitaría de un cuantioso presupuesto para contratar investigadores de primer nivel, pero sería un gran aporte para la calidad de nuestra democracia. Y no hay nada más caro para un país, que ahorrar en la calidad de su democracia.