Por Javier Couso
Publicado originalmente en El Mercurio, el 14 de julio de 2014
El acuerdo entre el Ejecutivo y las bancadas de gobierno y de oposición del Senado a propósito del proyecto de reforma tributaria ha suscitado una intensa polémica en partidos de la izquierda opositora, en el movimiento estudiantil e, incluso, en algunos sectores oficialistas. Todos ellos temen que el anterior marque un retorno a la denominada «democracia de los acuerdos» del periodo 1990-2010, que se caracteriza como una en que solo se «acordaba» aquello que la minoría de derecha estaba dispuesta a tolerar.
El origen de la desconfianza anotada es la sospecha de que lobistas vinculados a sectores empresariales (que están, como en pocas democracias consolidadas del mundo, extremadamente identificados con un solo sector político) hayan alterado el curso de acción que venía siguiendo el Gobierno en materia tributaria mediante oscuras negociaciones.
Este escepticismo -que no advierte que el acuerdo alcanzado cumple con el programa de la Presidenta Bachelet- es producto de veinte años de lo que ahora se revela como una «democracia a medias», en que los representantes de la mayoría debieron ceder a lo que la minoría (y heredera política de la dictadura) consideraba aceptable. Esto fue posible gracias al poder de veto que tenía la minoría en virtud de un sistema electoral binominal que tiende al «empate», de los llamados «senadores designados» (que, se olvida, existieron hasta el 2005) y de leyes de supermayoría en materias claves (como la educación).
La democracia incompleta que exhibió Chile en las últimas dos décadas ha dejado como legado cultural en buena parte de la ciudadanía -y especialmente en los jóvenes- una profunda desconfianza respecto de los acuerdos entre las élites políticas, especialmente si son hechos a «puertas cerradas». Lo complicado de esto último es que -como lo saben quienes se dedican al análisis del funcionamiento de las democracias contemporáneas- incluso en las democracias más avanzadas el acuerdo entre diferentes sectores políticos es, en ocasiones, crucial.
En efecto, es difícil imaginar una democracia que pueda funcionar establemente en el largo plazo desechando completamente de la posibilidad de arribar a acuerdos entre gobierno y oposición. Dicho esto, es crucial que en Chile distingamos entre acuerdos espurios (que son el resultado de verdaderas extorsiones por parte de una minoría que impone un veto «regalado» por la dictadura) y acuerdos genuinamente democráticos; esto es, los que surjan de una libre deliberación entre sectores políticos inicialmente ubicados en posiciones antagónicas respecto de un tópico determinado, pero que en el debate posterior se abren a otras opciones.
Para generar un contexto en que los acuerdos tengan un legítimo espacio en el sistema democrático nacional -y sean, por tanto, dignos del apoyo generalizado de la ciudadanía cuando sucedan, que es lo que ocurre en las democracias sanas- no cabe sino expurgar del sistema constitucional chileno aquellas instituciones que han favorecido la extorsión de la minoría sobre la mayoría, lo que explica la insistencia de la Presidenta Bachelet en la necesidad de contar con una nueva Constitución.
Un ejemplo de cómo la minoría sigue refugiándose en una institucionalidad semidemocrática para evitar que la mayoría implemente legislativamente el programa que prometió al país es el intento de «ganar por secretaría», mediante frívolas acusaciones de inconstitucionalidad de casi cualquier proyecto con el que están en desacuerdo por motivos políticos («en Chile, todo lo que se mueve es inconstitucional», me planteaba hace unas semanas un constitucionalista extranjero interesado en los sucesos de nuestro país). Esta estrategia trivializa tanto la Carta Fundamental como el recurso al Tribunal Constitucional, entendido como garante último de la institucionalidad, y no como una arena más del debate legislativo.
Lo planteado más arriba indica que, sin una adecuada resolución del «problema constitucional chileno», será imposible que nuestro sistema político refleje la voluntad de las mayorías. Esto a su vez seguirá distorsionando y desprestigiando al propio sistema democrático e impidiendo que la generalidad de la población vuelva a creer en los acuerdos como algo positivo, y no como la injusta e irritante imposición por parte de minorías poderosas de sus intereses particulares. Por ello, solo cuando contemos con una Constitución Política que establezca una democracia plenamente mayoritaria (respetando los derechos humanos, por supuesto), será posible recuperar el prestigio de la política, de los políticos y de los acuerdos entre estos últimos.